viernes, 20 de noviembre de 2015

ÍNDICE DE MALDAD

Publicado el 20 de noviembre en el Diario de Centro América



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Ningún delincuente piensa dos veces antes de disparar una bala en contra de la ciudadanía; simplemente actúa impulsado por el andamiaje de antivalores que la misma sociedad ha consentido.

Según estudios sobre la violencia, Guatemala está considerado como uno de los países más violentos en el mundo. Un título que ha sido construido a fuerza de dejar hacer, dejar pasar, en materia de condiciones socioeconómicas de vida.

Nadie ignora que la violencia estructural hunde sus raíces en un panorama generalizado de pobreza extrema; la población que la padece está expuesta a situaciones de discriminación, exclusión, desempleo, desprotección del estado en rubros de salud, educación, precarias condiciones socioambientales, falta de agua entubada, falta de empleo digno, y por supuesto, ausentes políticas de recreación y autorrealización humana.

Este panorama, en su conjunto, ha producido una población marginal en todos los sentidos, cuyos niveles de valoración y autovaloriación por la vida ha decaído a números rojos. Perder la vida, en busca de un bocado se ha convertido en una acción que para el promedio de ciudadanos pasa desapercibida. El sometimiento cotidiano a situaciones de extrema pobreza y vulnerabilidad ha ido conformando una especie de embudo que refleja en su interior un profundo desprecio por la vida propia y la ajena.

Para quien tiene las condiciones mínimas de vida la lucha por la sobrevivencia marca una conducta antisocial;  pero en el contexto de quien padece el flagelo de la marginalidad se convierte en una hoja de ruta. Al fin y al cabo, en la escala evolutiva sobrevive el más fuerte.

El fenómeno de las maras, por ejemplo, es el resultado de una constante ausencia de política de protección social del estado a los sectores más vulnerables. Ese mundo de marginalidad crea el caldo de cultivo de la violencia que, practicada con un sentimiento consciente y deliberado se convierte en maldad.

La maldad, como ya se habrá podido observar, no es un concepto etéreo, metafísico. Es más bien el resultado del descuido del estado por procurar el bienestar individual y colectivo de la ciudadanía, frente a la mirada impávida de quienes producen la riqueza, cuyo efecto en cascada no alcanza a todos.

Cada día aparecen en las calles y barrancos, féminas asesinadas con signos brutales de maldad, hombres generalmente jóvenes con señales de tortura, niños abandonados por sus progenitores, en fin, todo un cuadro de descomposición social, ahora incrementado por la acción de grupos que actúan al margen de la ley, como son los secuestradores, los narcotraficantes, los extorsionistas y toda una red de individuos que tienen la vida humana como mercancía.


Ningún delincuente piensa dos veces antes de disparar una bala en contra de la ciudadanía; simplemente actúa impulsado por el andamiaje de antivalores que la misma sociedad ha consentido y a veces, impulsado. Si pudiéramos establecer el índice de maldad en Guatemala, seguramente nos quedaríamos asombrados al establecer que es muy alto. Mientras tanto, algunos empresarios se devanan los sesos viendo cómo evaden impuestos en detrimento de los más necesitados. Aliviados estamos.

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