viernes, 12 de septiembre de 2014

Píldoras rosadas

Publicado en el Diario de Centro América, el 12 de septiembre de 2014


Una política de prevención de la salud echaría por tierra el jugoso negocio de las medicinas.
Que yo recuerde, el drama de la salud en Guatemala siempre ha sido el mismo. Puedo asegurarlo porque lo viví en carne propia cuando era niño. Recluido en varios hospitales por periodos de 2 o 3 meses, fue un trauma recurrente de, por lo menos, 4 años; luchando contra la terrible enfermedad de la osteomielitis en mi brazo derecho.
Por aquellos años escuchaba a las enfermeras quejarse del mal estado de los hospitales, de la falta de medicinas, de la demanda excesiva de una población en cuya situación de pobreza extrema se incubaba cualquier germen, cualquier bacteria, cualquier microbio. “Lo único que podemos recomendarles es que compren píldoras rosadas”, repetía una enfermera, mientras me inyectaba penicilina para combatir mi infección.

Muchos años después, y ya con uso de razón suficiente, pude comprobar que aquellas píldoras rosadas eran algo así como un placebo que curaba los 40 mil males del mundo. Siendo dependiente “ad honórem” de una farmacia las despaché muchas veces a macilentos ciudadanos que las compraban como “botonetas”. Nunca pregunté exactamente para curar qué enfermedad las requerían.

Hoy creo que han desaparecido las píldoras rosadas, o quizás hayan mutado a una exótica medicina cada vez más alejada del bolsillo de la mayoría pobre de este país. Cuántas “píldoras” de antaño han desaparecido y regresado, presentadas en sobrias envolturas, con nombres rimbombantes y el precio por las nubes, vaya usted a saber.

En un país como el nuestro, con un alto y lacerante porcentaje de pobreza y pobreza extrema, una simple pastilla es un artículo de lujo, por lo que la población tiene que conformarse con remedios caseros, agüitas de brasas para el susto, pericón cocido para el dolor de estómago, ruda para los desmayos, infusiones de higo para la tos, y por supuesto, caldo de huevos con apazote para aquellas espantosas crudas de padre y señor nuestro.

Nací en los albores de los años cincuenta, y desde esos días no he sabido que en Guatemala exista una política de prevención de las enfermedades. De esa cuenta nos rebasa la estrategia de curación (que ya es decir mucho), por no decir, entretener la nigua con recetas cuya medicina nadie compra, por los elevados precios.

Y es que diseñar y aplicar una política de prevención es una tarea gigantesca que no concierne solo a los gobiernos de turno sino a todos los agentes activos de la sociedad. Pero, sin llamarnos a engaño, una política de prevención de la salud echaría por tierra el jugoso negocio de las medicinas de las compañías nacionales y extranjeras, ya no tendrían enfermos qué curar; en resumen, la quiebra para estas.

Por ello, la intrincada maquinaria del dejar hacer, dejar pasar, sigue dando demoledores retumbos en la agónica situación de salud del país. ¿Quién es el culpable? Yo no, usted tampoco, aquellos, menos. Todos escondemos la mano de la irresponsabilidad, mientras miles de ciudadanos mueren cada día víctimas de una enfermedad que pudo prevenirse. ¡Qué desgracia la nuestra!

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