domingo, 21 de septiembre de 2014

Las vacaciones escolares (I)

Publicado el 19 de septiembre en el Diario de Centro América


Imagen tomada de Google
Y cuando nos falla la palabra, entonces recurrimos al generalizado hábito de las lecturas dirigidas.
Estamos a pocas semanas de finalizar el ciclo lectivo. Pasada la celebración del 15 de septiembre, el magisterio se sumerge en una especie de carrera contrarreloj para finalizar los contenidos programáticos de cada asignatura. Cuentan con los dedos los pocos días que les quedan de clase; algunos sin haber llegado a 180 días contemplados en las metas educativas para el nivel primario.
Vaya usted a saber de dónde sacaron este número mágico que todo mundo repite como loro. En una lógica numérica nos preocupa cumplir con esa meta y poco nos ocupa propiciar una educación de calidad que ayude a los estudiantes a tomar conciencia de su situación como sujeto histórico y responsable de su propio desarrollo. Es un modelo educativo centrado en la cantidad, mas no en la calidad.

Dentro de este modelo educativo algunos maestros desempeñamos el papel de actores que hemos aprendido de memoria y magistralmente nuestros roles académicos. De esta manera, se conceptúa como buen profesor, aquel que es capaz de repetir de memoria kilométricos discursos en torno a temáticas muchas veces vagas y sin vinculación alguna con nuestra realidad nacional. 

En efecto, el papel del educador en nuestro modelo no está destinado a enseñar a pensar (y menos aún, a actuar), sino a coleccionar datos, números, fechas, anécdotas, acontecimientos, máximas, fórmulas de extraña comprobación, pero sin ninguna vinculación con su entorno vital. Duele decirlo, pero cuántas veces hemos asistido a clases cuyos maestros, representan el papel de comediantes o teóricos de biblioteca.

Y cuando nos falla la palabra, entonces recurrimos al generalizado hábito de las lecturas dirigidas, que no consisten sino en repetir en forma mecánica y sin análisis los contenidos escritos en los textos, sin preocuparnos siquiera sobre la veracidad de lo afirmado o del valor de uso que puedan tener los mensajes.  Y así finaliza el curso, sin pena ni gloria, con un 0 o un 100, dependiendo del grado de habilidad del estudiante, ya sea para mentir o para repetir de memoria “al pie de la letra”, lo “aprendido” en el mismo.

De esta suerte, el estudiante mejor calificado numéricamente hablando, es aquel que ha aprendido las reglas del juego de esta maraña que llamamos educación. El fracaso aflora cuando los graduados tienen que enfrentarse a la vida, a un trabajo verdadero, a una situación donde más que el teoricismo practicado en clase, deben estar intelectual y profesionalmente preparados para enfrentar esa lucha. Es aquí donde se derriba el mito de los “grandes docentes”, por el engaño, la inoperancia y muchas veces, lo ficticio de sus contenidos.

Pareciera ser que en nuestro sistema educativo se trata de crear burbujas gigantescas para colocar en ellas a los que asisten a la escuela, de manera que estos nunca puedan tener contacto con la vida. Aun en los cursos donde se exige un contacto directo con la realidad, los profesores se concretan a teorizar (a veces en forma pésima) sobre esta realidad.

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