Publicado en el Diario de Centro América el 15 de abril de 2016
Sería una barbaridad
afirmar que todos los servidores públicos son corruptos, o bien, que todos son
monjas de la caridad.
Una de las cosas que más he admirado es l mística con la que
algunas órdenes religiosas se entregan a las cosas de su credo. Recuerdo cuando
era niño, en los hospitales donde estuve internado por varios meses, las
imágenes imborrables de aquellas monjas vestidas de azul y blanco con enormes
sombreros, dedicadas con esmero a atender a los enfermos que no podían valerse
por sí mismos. En su rostro se reflejaba la gracia divina que significa servir
al prójimo como se sirve a Dios.
Acudo a estas imágenes para hacer un parangón entre estas
misioneras y los cánones de comportamiento de los servidores públicos, a
quienes, por elección o nombramiento, la sociedad ha encomendado tareas
políticas y funciones administrativas. Esta actividad requiere, no solo el
cumplimiento de los términos establecidos en un contrato, sino de una buena dosis
de ética, esa señorona que por lo visto, ha sido relegada al cuarto obscuro de
los recuerdos.
Sería una barbaridad afirmar que todos los servidores
públicos son corruptos, o bien, que todos son monjas de la caridad. De todo hay
en la viña del Señor. Sin embargo, en periodos pasados hemos visto cómo han
desfilado a cuales peores, un ejército de funcionarios señalados, no por sus
buenas obras y su actuar ético, sino por actos reñidos con la ley y el
incorrecto proceder, saqueando las arcas del Estado.
Pero no solo es el acto de robar, lo que riñe con la ética. También lo es el
hecho de engañar y estafar la fe pública a favor de oscuros intereses
personales, tal como sucede con un grueso número de diputados denominados
“tránsfugas”, quienes se valieron de la fe ciudadana para llegar al poder
legislativo mediante la plataforma que representaba un partido político y ya en
sus funciones se han cambiado de organización como si fuera un acto de
cambiarse de ropa interior.
¿Dónde quedó la ideología? ¿Dónde quedaron las elementales
normas de fidelidad a la ciudadanía que los eligió? ¿Dónde quedó el mínimo
respeto a la organización política que confió en ellos para que los
representase en el Congreso? ¿Dónde quedó el respeto a su familia y a sí mismos?
Estas son preguntas, cuyas respuestas seguramente no ofrecerán los tránsfugas.
Ronda en el ambiente ciudadano un clima de desprecio a quienes, vestidos de
niños de primera comunión, ofrecieron el oro y el moro a sus electores;
aquellos que, confiados y sorprendidos en su buena fe, gastaron tiempo,
energías, emociones y sortearon algunas vicisitudes para ir a depositar el voto
a su favor.
¿Qué respuestas darán a los ciudadanos en un intento por
reelegirse? ¿Con qué solvencia moral y ética actuarán en las tarimas públicas?
¿Cuál será la oferta político electoral de estos tránsfugas? ¿Cuál será su
propuesta ética?
Aquellos servidores públicos que demuestran a diario un
proceder ético y responsable frente a la cosa pública, y especialmente de
vocación de servicio a la ciudadanía que con sus impuestos paga sus
salarios, merecen una felicitación y
reconocimiento a su actuar recto.
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