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Salvo
honrosas excepciones, no existen estos institutos que formen la masa
científica, técnica y crítica del país.
Cuando era un joven maestro, con grandes sueños, aunque con un océano de inexperiencia, el Ministerio de Educación nos sometió a la tortuosa labor de planificar la docencia utilizando el modelo de Bloom, aquellos famosos objetivos operacionales: cognoscitivos, afectivos y psicomotrices. En el ámbito de la educación las modas se imponen. Hasta hace poco se hablaba de eficiencia y eficacia en el proceso educativo. Hoy todo mundo habla de competencias.
En el nivel universitario, por ejemplo, las autoridades pregonan que se debe asegurar la calidad educativa. Responden a las disposiciones que los educadores de escritorio han impulsado a través de la Unesco y otras instituciones internacionales que justifican sus jugosos salarios quebrándole los sesos a los profesores que a diario se rifan el físico en las aulas.
No estoy en contra de buscar la mejor calidad que sea posible. Sin embargo, a decir verdad, esta ansiada panacea está muy lejos de ser alcanzada en algunas universidades. Hemos detectado, por ejemplo, que, para planificar por competencias, se está recurriendo al viejo modelo de Bloom, impuesto desde la alta jerarquía, como si estuvieran inventando el agua azucarada. Perdonen, este experimento lo rechazamos los profesores que teníamos los pies en las aulas en aquellos años 70. Simplemente no funcionó.
¿Cómo alcanzar la calidad educativa a nivel superior? Hay tres premisas fundamentales: la primera, no castrar la imaginación de los estudiantes, sino más bien, provocar su natural sentido de búsqueda de información, que les permita responder a preguntas más que proporcionarles respuestas. Ello supone que tengan un cuerpo docente formado técnicamente. Actualmente, salvo pocas excepciones, los docentes universitarios son profesionales ocasionales, improvisados, apagafuegos. No existe la carrera docente. Trabajan por hora, como cualquier obrero.
La segunda premisa es que las universidades deben constituirse en centros de investigación y no ser simplemente recicladores de conocimiento. Algunas no tienen estos institutos que formen la masa científica, técnica y crítica del país. Una universidad sin estos centros no es universidad.
Así de simple. En el proceso de producción de tesis, por ejemplo, se dedica más atención en lo periférico, redacción y ortografía, y se descuida lo fundamental: la metodología para recolectar, procesar y producir el nuevo conocimiento.
La tercera premisa se basa en que las universidades deben transformarse en entidades de servicio a la comunidad. La gran dolencia de algunas es que la práctica estudiantil brilla por su ausencia. Si a esto agregamos que las privadas están exentas del pago de impuestos, es exigible que devuelvan a la sociedad su aporte en especie: técnica y científica. No enfrentar estas tres premisas es como querer manejar un Lamborghini a 200 kilómetros de velocidad en un camino de terracería.