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Ha perdido su conciencia social y la
razón de su esperanza; no tiene anhelos que perseguir.
La última
vez que lo vi fue aquella mañana de mayo de 1983. Había llegado a confesarme
que trabajaba para la temible unidad de inteligencia del ejército, más conocida
como G2. Llevaba el rostro desencajado “y dispuesto a quebrarte”, como me diría
con actitud un tanto violenta, al tiempo que acariciaba su escuadra 45,
incrustada en la cintura. “Solo porque somos compadres”, me dijo. “Aquí estoy,
cumplí tu propósito”, le respondí, bastante temeroso que consumara su
intención.
Se echó a llorar como un niño. “Ahora
ya lo sabés”, me dijo. Y agregó: “Tendré que irme del país, porque si no te
mato, me matan; y si te mato, también me matan, porque así operan estos hijos
de la…”. Me dio un abrazo y se fue en silencio. Años más tarde me enteraría que
le dieron muerte en Nueva York.
Este vecino mío, con quien habíamos
crecido como hermanos, había sido un adolescente maltratado por su padre, quien
literalmente lo agarraba a planazos con su machete, dejándole su espalda
totalmente macerada. Había aguantado por años aquella tortura, hasta que decidió
marcharse a la Capital.
La selva de asfalto haría su parte en
el deterioro de aquel joven con quien un día soñamos juntos alcanzar la cima.
“Quizá seamos cantantes o famosos escritores”, me decía. Cuando lo volví a
encontrar en la Capital vivía en la colonia Las Ilusiones, zona 18. Luego del
terremoto del 76 se trasladó a la colonia Madre Dormida de la zona 7.
En aquella ocasión, que lo vi por
última vez, me confesó que había dado muerte a varias personas, por órdenes
expresas del aparato de inteligencia; algo así como un sicario cuyo sueldo lo
pagaba el Estado. Horrores del conflicto armado guatemalteco. Aquel mataba por
una mezcla de venganza personal y por instrucciones precisas de un ente
institucional. Ahora, los sicarios matan por motivaciones propias, y acaso por
un proceso de degeneración de los valores morales, o ausencia de estos, que la
misma sociedad no supo inculcarles desde los años más tempranos.
Una cosa es segura. Los sicarios operan como resultado de un
sistema enajenante que les ha negado desde niños el derecho de vivir una vida
digna, con ternura social, con seguridad integral, con motivación constante.
Son, en sí mismos, la huella visible de un sistema social excluyente y
totalmente discriminatorio. Un sistema que marca la eterna tragedia entre los
pocos que tienen mucho y los muchos que tienen poco, bajo la mirada indolente
del Estado. La pena de muerte a ellos les da risa.
El sicario ha perdido su conciencia
social y la razón de su esperanza; no tiene anhelos que perseguir; y, por lo
tanto, vive el hoy y aquí. Si el sistema excluyente en que vivimos no cambia su
hoja de ruta, no les extrañe a quienes viven en la zona 14, Las Luces y otras zonas
exclusivas, que pronto legiones de sicarios tomarán su vida y sus pertenencias.
Ojalá y me equivoque.