Publicado el 23 de diciembre
Era un espectáculo
contemplar su figura muy bien formada, su cabello lacio cuidadosamente
arreglado que le llegaba a la cintura y su porte esbelto, altivo y sereno.
El pasado 11 de diciembre, durante el homenaje que
recibiéramos varios chiquimultecos, me senté junto una dama a quien le entregué
un ejemplar de la revista Zanates y Clarineros que editamos varios escritores
oriundos de Chiquimula. Ella, cuando vio mi foto me dijo: “Usted se ve mejor en
la fotografía”; gracias, le dije, sabiendo que no era un cumplido sino una
realidad de la cual no escapamos los humanos.
Durante la conversación, al darse cuenta que a mí “no me caía
el cinco” sobre su identidad, me dijo: ¿Usted no sabe quién soy yo, verdad? Soy
Dina Blanco. Yo sí lo reconocí desde que lo vi. ¡Ay, Dina, disculpe!, le dije,
y le di una palmadita de esas que se le da a los viejos amigos.
Aquella confesión suya abrió de pronto la avenida del
recuerdo y me vi, en aquel viejo balcón junto a mis compañeros de habitación,
quienes casi a diario nos asomábamos para verla pasar. Era un espectáculo
contemplar su figura muy bien formada, su cabello lacio cuidadosamente arreglado que le llegaba a la
cintura y su porte esbelto, altivo y sereno.
Nunca respondió a los piropos ni silbidos que se dejaban
escapar del grupo. Hacía caso omiso de todo, salvo aquella vez, cuando el más
pequeño de los compañeros de apenas 13 años le dijo: quisiera tener cinco años
más para caminar a su lado princesa. Ella volvió el rostro y le compensó con
una leve sonrisa.
La casa que habitábamos como pensionistas en aquel lejano
1968 quedaba justo frente a su casa, separada por la calle empedrada que tantas
veces recorrimos. Era una de cuatro hermanas, todas dotadas de una belleza
singular y por supuesto, cada una con una gracia especial que las hacía dignas
representantes de la tierra oriental y por qué no decirlo, con cualidades
suficientes para ser las musas de poetas y artistas en general.
Dina Blanco era hermosa de pies a cabeza, y en aquellas cenas
prolongadas, acompañadas por la música de la radio Perla de Oriente, era
naturalmente, materia de conversación. Por supuesto, sus hermanas no escapaban
a este trivio inolvidable: belleza, inteligencia y juventud.
Han transcurrido 48 años, tiempo durante el cual dejé de ver a
Dina, aunque su imagen se mantiene viva como un daguerrotipo que se acaricia en
el recuerdo. Aquel 11 de diciembre volví a divisarla, a la sazón convertida en
una destacada profesional de la locución y la docencia, méritos suficientes
para ser homenajeada por varias agrupaciones de la sociedad civil
chiquimulteca.
Sin querer recordé aquel poema que una vez escribí y que
forma parte del poemario “Canción para una niña” de próxima publicación: A
veces subo al monte altivo de mis años mozos/Allí cohabitan, como esperando un
retorno, la viril/ adolescencia y la majestad de su inocencia. Los/ surcos ya
gastados de aquella primavera, son sólo/ huellas que se resisten a morir en
legendarios/ horizontes. Mientras tanto,
un cenzontle entona un/ cántico y una
lágrima rueda por el camino infinito/ de mi callosa ancianidad. Son las doce en
punto y/ aún estoy despierto.
Esto hizo que mi corazon palpitara aceleradamente...leer esa explosión de palabras que salen tan espontáneas de una persona de tanta experiencia y de un corazón bondadoso...Vale la pena recordar!!!
ResponderEliminarBonito artículo del Dr Carlos Interiano. Conozco a toda esta familia, con quienes he compartido grata amistad desde los lejanos tiempos estudiantiles. Este artículo es, como diría Monteforte Toledo, un retrato hablado, no solo de la persona a quien se refiere, sino de toda una época singular que nos tocó vivir en Chiquimula. Felicitaciones al Dr Interiano y mis mejores deseos porque pronto veamos su próximo poemario.
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