Publicado en el Diario de Centro América el 23 de septiembre
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Un rayo no cae dos
veces en el mismo lugar; y estadísticamente es imposible que una persona se
gane el premio mayor de la lotería dos veces seguidas.
Hace muchísimos años, cuando estaba en la flor de mi juventud
me ocurrió algo muy particular. Era un día domingo de un mes veraniego. Había
salido de mañana a comprar el periódico y a caminar un poco como solía hacerlo
en esos días de descanso. Vivía en la zona 1 capitalina.
A la altura de la novena avenida y 17 calle de la zona 1, una
muchacha joven se me acercó para saludarme. Tendría unos 25 años a lo sumo. Qué
tal, me dijo. Hola, le respondí. ¿Puedo invitarlo a desayunar?, me dijo. Como
habrá de suponerse, aquella extraña pregunta que provenía de una desconocida,
joven, bonita, sola, me despertó un sentimiento de esos que enervan el celo del
macho, y me dije para mis adentros: aquí hay oportunidad de pasar un domingo
placentero.
Acepté de muy buena gana la invitación y entramos a la
cafetería La Perla que teníamos enfrente. Nos sentamos, uno frente al otro pera
vernos mejor. Escrutar la mirada de otra persona ayuda mucho a entender sus
intenciones. Cómo te llamas, le pregunté. Ella me respondió, no importa mi
nombre; tampoco preguntaré el tuyo.
Quiero aprovechar este momento para contarte mis penas, si no
te molesta. Para nada, le dije; cuéntame. Con la mirada perdida en un punto de
la mesa cuyo mantel rojo reposaba, adornado de flores multicolores, inició,
entre sollozos, su relato. A medida que iba ahondando en el monólogo desolador
de su existencia, yo solo alcanzaba a decirle, tranquila, tranquila.
El desayuno fue una especie de ritual de confesión que yo
escuché con paciencia franciscana, en tanto aquel furor de macho iba
desapareciendo y era desplazado por consejos y palabras de aliento. Ella, como
pudo terminó su desayuno. Yo, como pude, terminé el mío. Pedimos la cuenta; al
momento de pagar me llevé la mano a la bolsa trasera de mi pantalón para sacar
mi billetera, y ella me dijo: disculpa, yo te invité, yo pago. Dejé que lo
hiciera, no sin antes emitir mi protesta. Gracias por escucharme, joven
desconocido, me dijo. Me dio la mano y nos despedimos amablemente.
Dicen que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar; y que
es estadísticamente imposible que una persona se gane el premio mayor de la
lotería dos veces seguidas. Sin embargo, hace pocos días tuve una experiencia
similar a esta que acabo de narrar.
Estaba tomando un café en un restaurante de un centro
comercial, cuando se me acercó una señora de unos 50 años y me preguntó si
podía acompañarme. Le respondí que con mucho gusto. Esta vez los celos de macho
estuvieron reprimidos y tranquilos. La dama, entre llanto me comentó sus penas.
Acaba de divorciarse y su esposo había ganado la custodia de sus hijos de 14 y
15 años. La tranquilicé dándole mis puntos de vista. Ellos ya están grandes, y
seguramente después de algún tiempo, la buscarán, le consolé. Con aquella
experiencia previa, no le pregunté su nombre y ella tampoco me preguntó el mío.
Aclaro que esta vez yo pagué los capuchinos.
me gusta la forma en que relata, mis respetos para usted.
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