Publicado en el Diario de Centro América el 30 de mayo de 2014
Esta simpleza de
pensamiento que hace grandes a los seres humanos.
La niña tendría a lo sumo, 4 años de edad. Su diminuta figura
contrastaba con el resto de personas que ocupábamos el ascensor que nos
llevaría al nivel 13 del edificio. En el sopor del medio día y con la mente
puesta en las faenas diarias o quizá en algún problema que requería ser resuelto
de inmediato, guardábamos todos, un profundo silencio. De repente la voz dulce pero segura de la niña
nos hizo estremecer con aquella frase que no habremos de olvidar durante un
largo tiempo: “Mami, al cielo se llega
por el ascensor”.
No fue una pregunta; fue una afirmación de quien aún guarda
una estructura de pensamiento sin los enredos de la adultez. Y es que en el
cerebro de los niños la relación causa-efecto no contiene los paradigmas
complicados que van enredándose cada vez que avanzamos en los años. Si el
ascensor sube quizá lo más probable es que nos lleve hasta el cielo. Todos
sonreímos con aquella ocurrencia, y aunque efímera, se construyó una aureola de
ternura en medio de aquella jungla de problemas cotidianos.
En su sentido metafórico, por supuesto no con la intención
primaria de aquella niña, es posible construir un camino a la felicidad y la armonía
de la vida, con una hoja de ruta sin tanta complicación que nos plantea el
mundo de hoy. ¿Acaso no sería posible, en un alarde de simpleza emocional,
encontrar la tranquilidad en un espacio tan cerrado como un ascensor?
Me pregunto si ante tanta violencia habremos perdido el
verdadero sentido de la vida: construir felicidad propia y ajena. Aquella
felicidad que no se encuentra entre millones de dólares, sino en el infinito placer
de buena mirada, de una sonrisa franca, de un saludo cordial. Esta simpleza de
pensamiento que hace grandes a los seres humanos. Víctor Frankl le llama a esto
“el hombre en busca del sentido”; quizá tenga razón en sus palabras. Hemos
perdido la capacidad de encontrar la belleza en la simpleza de las cosas y la
verdad en la palabra de los niños, tanto como la experiencia que nos brindan
los ancianos. Vamos por allí con un reguero de soberbia que hace más pesada
nuestra carga cotidiana.
El cielo, un espacio infinito donde se supone que la vida
continúa en otra dimensión, llena de paz y sin los avatares de la vida diaria.
En su portal se dejan las botas de la guerra y se calzan las sandalias de la
paz. Podría predicarse este mensaje a tanto adulto que manifiesta sus
frustraciones por la vía violenta, insultando aquí, matando allá. No sé…Acaso
solo exista en la mente de aquella pequeña la idea genial de llegar al cielo
por el ascensor. Quizá nunca vuelva a encontrarme con ella, pero gracias por
esta lección.
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