Publicado el 20 de noviembre en el Diario de Centro América
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Ningún delincuente
piensa dos veces antes de disparar una bala en contra de la ciudadanía;
simplemente actúa impulsado por el andamiaje de antivalores que la misma
sociedad ha consentido.
Según estudios sobre la violencia, Guatemala está considerado
como uno de los países más violentos en el mundo. Un título que ha sido
construido a fuerza de dejar hacer, dejar pasar, en materia de condiciones
socioeconómicas de vida.
Nadie ignora que la violencia estructural hunde sus raíces en
un panorama generalizado de pobreza extrema; la población que la padece está
expuesta a situaciones de discriminación, exclusión, desempleo, desprotección
del estado en rubros de salud, educación, precarias condiciones socioambientales,
falta de agua entubada, falta de empleo digno, y por supuesto, ausentes
políticas de recreación y autorrealización humana.
Este panorama, en su conjunto, ha producido una población
marginal en todos los sentidos, cuyos niveles de valoración y autovaloriación
por la vida ha decaído a números rojos. Perder la vida, en busca de un bocado
se ha convertido en una acción que para el promedio de ciudadanos pasa
desapercibida. El sometimiento cotidiano a situaciones de extrema pobreza y
vulnerabilidad ha ido conformando una especie de embudo que refleja en su
interior un profundo desprecio por la vida propia y la ajena.
Para quien tiene las condiciones mínimas de vida la lucha por
la sobrevivencia marca una conducta antisocial; pero en el contexto de quien padece el flagelo
de la marginalidad se convierte en una hoja de ruta. Al fin y al cabo, en la
escala evolutiva sobrevive el más fuerte.
El fenómeno de las maras, por ejemplo, es el resultado de una
constante ausencia de política de protección social del estado a los sectores
más vulnerables. Ese mundo de marginalidad crea el caldo de cultivo de la
violencia que, practicada con un sentimiento consciente y deliberado se
convierte en maldad.
La maldad, como ya se habrá podido observar, no es un
concepto etéreo, metafísico. Es más bien el resultado del descuido del estado
por procurar el bienestar individual y colectivo de la ciudadanía, frente a la
mirada impávida de quienes producen la riqueza, cuyo efecto en cascada no
alcanza a todos.
Cada día aparecen en las calles y barrancos, féminas
asesinadas con signos brutales de maldad, hombres generalmente jóvenes con
señales de tortura, niños abandonados por sus progenitores, en fin, todo un
cuadro de descomposición social, ahora incrementado por la acción de grupos que
actúan al margen de la ley, como son los secuestradores, los narcotraficantes,
los extorsionistas y toda una red de individuos que tienen la vida humana como
mercancía.
Ningún delincuente piensa dos veces antes de disparar una
bala en contra de la ciudadanía; simplemente actúa impulsado por el andamiaje
de antivalores que la misma sociedad ha consentido y a veces, impulsado. Si
pudiéramos establecer el índice de maldad en Guatemala, seguramente nos
quedaríamos asombrados al establecer que es muy alto. Mientras tanto, algunos
empresarios se devanan los sesos viendo cómo evaden impuestos en detrimento de
los más necesitados. Aliviados estamos.
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