Publicado en el Diario de Centro América el 25 de septiembre de 2015
La misión y visión de
las organizaciones políticas se ha trocado por la extorsión mutua y en el menor
de los casos, la dádiva complaciente que compra voluntades.
Las pasadas elecciones generales confirmaron
una verdad que ya era conocida: los partidos políticos en Guatemala son
maquinarias electoreras que compiten sin normas de mínima calidad, tanto en lo
técnico como en lo ideológico y ético. Se lanzan cada cuatro años a probar
suerte con el electorado; ofrecen el oro y el moro con tal de conseguir que la
ingenuidad ciudadana los acompañe el día de las elecciones y logren obtener
algunos votos.
No creo que pueda llamarse líderes a
los caciques o dueños de la mayoría de partidos. Si acaso son propietarios de
una ficha que los habilita para erigirse en presidenciables. Del resto de
personas que gravitan a su alrededor, ni hablar. Los candidatos a alcaldes y
diputados literalmente compran ese derecho, no por la vía natural del liderazgo
local o nacional, sino por el desembolso de millonarias cantidades que rayan en
lo obsceno. De allí que al techo de propaganda aprobado por el Tribunal Supremo
Electoral habría que sumar esas enormes cantidades de dinero que se mueven de
manera subterránea y que van a parar a los bolsillos de los dirigentes de
dichas organizaciones.
Durante el periodo de gobierno, tanto
el partido oficial que ejerce tal papel, como los partidos de oposición,
literalmente se han invisibles, dado que la principal atención de sus caciques
está puesta en el negocio: listado de obras, compra-venta de plazas, tráfico de
influencias, viajes, y toda una sarta de actividades obscuras que solo caben en
la mente de los políticos y las cuales repudia la gente honrada.
La ideología al servicio ciudadano,
concentrada en la misión y visión de las organizaciones políticas se ha trocado
por la extorsión mutua y en el menor de los casos, la dádiva complaciente que
compra voluntades. Una muestra de tan evidente accionar es la proliferación de
partidos que compiten en los procesos electorales; cada uno con su respectivo
grupito de caciques (que no líderes), en una carrera sin cuartel y metiéndose
zancadilla para que al final se repartan las miserias de votos que les permitan
cobrar los quetzalucos que reparte el Tribunal Supremo Electoral por cada
incauto ciudadano que confió en ellos.
Quizá una de las acciones de los
“indignados” y ciudadanía en general sea luchar porque entre las reformas a la
Ley Electoral y de Partidos Políticos se incremente el número de votos a ocho
veces el actual como mínimo para permanecer como partidos habilitados. Exigir
por ley, entre otros aspectos, que cada partido habilitado tenga su propia
escuela de formación política e ideológica que les permita formar cuadros para
la gestión pública y que durante periodos no electorales tengan presencia
pública en la discusión y propuesta de solución a los problemas nacionales. Los
partidos fuertes construyen cultura política y fortalecen los controles
democráticos de la cosa pública.
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