Publicado en el Diario de Centro América el 4 de julio de 2014
En la lejanía de su
existencia, puedo afirmar con toda seguridad que el tren creaba comunidad.
El pasado fin de semana fuimos, con mi familia, a visitar La
Reforma, Huité, Zacapa. Nos pareció un pueblo hermoso, aunque un poco desolado.
Vimos muy poca gente en la calle. La mayoría de puertas permanecían cerradas,
no obstante el abrasador calor del medio día.
Esto no siempre fue así, les indiqué a mis acompañantes.
Hubo una época, la del ferrocarril, en que el pueblo era
alegre, dinámico, encantador. La estación de La Reforma era una parada obligada
del tren. Desde lejos se miraban como hormigas muchas personas esperando la
llegada de la culebra de acero con su lastimero concierto de notas
melancólicas. Ya en la estación nos conmovía el competitivo discurso comercial:
va a llevar pacayas, quiere gallina, agua de coco, semillas de marañón,
tortillas con huevo…Hoy La Reforma es otra historia. Una historia contada por
otros, en otros términos.
Ese sonido del tren acercándose a cada estación ferroviaria
es la imagen que aun guardo de mi niñez, en un interminable transitar de nueve
horas por viaje, que hacíamos dos veces por mes. El traqueteo de sus ruedas de
acero castigando duramente las delgadas pero resistentes líneas ferroviarias me
producía la sensación de un monótono pero profundo canto a la vida, a la
industria, al comercio.
Desde sus inicios el ferrocarril de Guatemala, a finales del
siglo XIX, estuvo presente en la polémica nacional. Unos en contra, otros a
favor. En medio de esa polémica, el tren se convirtió en un símbolo de
progreso, en el indispensable medio de transporte que hizo paradas obligadas en
varios pueblos ubicados en su recorrido. Considerado el medio de transporte de
carga pesada más importante durante el siglo XX, el tren comenzó a perder vigor
con la construcción de la carretera al Atlántico en los años cincuenta.
Yo no quiero juzgar si el paso del ferrocarril por Guatemala
fue bueno o malo. No es esa mi intención. Solo quiero recuperar mi memoria y
dar testimonio de aquellos pasajes de nutricia economía que desbordaba el paso
del tren. Pasajes de estos años tengo decenas. Algunos tristes, otros alegres.
Aunque algunos despotriquen contra este sistema de transporte, en la lejanía de
su existencia, puedo afirmar con toda seguridad que el tren creaba comunidad. Una
comunidad integrada por vendedores, viajeros, buhoneros, educados boleteros,
atentos dispensadores de bebidas gaseosas y un sinfín de personas que
desempeñaban diferentes roles, todo en un marco de cordialidad y amena charla.
Dichoso yo, que de niño, pude ser testigo de esa manera de vivir el progreso.
Muchos años después escribí un poema que decía más o menos así: Silvato-lamento/de
rieles sonoros/perdidos al viento/¡Quién pudiera oírte/después de los años/que
fuiste en mi vida/silbato de niño/tren-melancolía.
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