viernes, 22 de noviembre de 2013

Las pruebas discursivas

Publicado el 22 de noviembre en el Diario de Centro América

Hay personas que son un discurso en sí mismas.


Nada es más estimulante que un buen discurso. En la Historia han sobresalido brillantes oradores, capaces de movilizar masas y trascender los tinglados de su época, remontarse hasta las alturas y permanecer allí, quietos, reposados, como un banquete que se ofrece a los más delicados gustos de la palabra hablada y escrita.

Hay discursos kilométricos, como los pronunciados por el ícono del discurso político latinoamericano: Fidel Castro. Hay discursos muy cortos, como la famosa oración de Gettysburg, pronunciada por el presidente de los Estados Unidos Abraham Lincoln. Ambos estilos ponen la piel “de gallina”. Claro está, en el caso de Castro, imprime un sello integral de su personalidad, aunado a un refuerzo no verbal de sus gestos, su vestuario, su longeva barba, entre otros elementos.

Hay personas que son un discurso en sí mismas, como la madre Teresa de Calcuta, o Ghandi, o Martin Luther King. Hitler también es considerado un discurso en sí mismo. Por supuesto, algunos irradian humildad, otros, prepotencia, arrogancia. Jesús convocaba a miles de personas, en una época en que el único recurso que se tenía era la palabra hablada.

Sin embargo, no todo lo que brilla es oro. En teoría discursiva, no todo lo que se dice puede ser considerado como un buen discurso. Aristóteles decía que este debe pasar tres pruebas importantes, el logos, el phatos y el ethos. El logos está definido como la argumentación racional, crítica, demostrativa. El phatos, como la carga emotiva, afectiva, capaz de predisponer a la acción. Por último, el ethos, es decir, que todo cuanto se diga esté impregnado de valores éticos.

Estos tres factores debieran estar presentes en todo tipo de discurso, desde el religioso hasta el político. En el contexto guatemalteco se ha convertido en una práctica bastante común que, al menos en el campo político, la mayoría de discursos reflejan una considerable carga emotiva (phatos), pero una ausencia casi total de ethos.

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