Se me olvidó la canción y cuando pude recuperarme, don Salva estaba
dando ya los últimos acordes con su guitarra.
Aquel mes de
octubre de 1968 quedó grabado en mi memoria como un quiste. Las clases ya
habían terminado y se iniciaba el periodo vacacional. Ya no teníamos nada que
hacer y aún faltaban algunos días para que finalizara el mes y regresarme a
Bananera a pasar mis vacaciones. Durante esos días, don Salvador Colindres,
oficial de secretaría en el INVO y en cuya casa yo era pensionista, tuvo la
idea de organizar una velada cultural en el colegio para no sé qué actividad humanitaria.
Don Salva,
como le decíamos, ejecutaba muy bien la guitarra. Durante las noches, los
estudiantes que vivíamos en su casa nos congregábamos alrededor suyo, a
escucharlo cantar acompañado de su guitarra. Aquella vez, nos propuso que
formáramos un grupo artístico para realizar dicha velada. A cada uno nos asignó
una misión: declamación, chistes, magia… a mí me asignó una canción. Usted
canta muy bonito, me habría dicho. Quizá escuchaba mis alaridos cuando me
bañaba.
Ensayamos por
varios días la dichosa canción “Amor de estudiante”. Es adecuada para la ocasión,
me repetía. Notas por aquí, notas por allá, los días pasaron entre ensayo y
ensayo, hasta que llegó la noche de la velada.
Ese día, me
bañé temprano, me puse Glostora en el cabello y un poco de Old Spice para “oler bien, como un artista”. Huelga decir que, como
un adolescente de diecisiete años, mi mente había tejido un mundo mágico sobre
mi futuro como cantante. Durante los días que duró el ensayo, me había
convertido en el ídolo de las multitudes. Me había trasladado a México, donde
solía parrandear con Angélica María, Rocío Dúrcal, José José, César Costa,
Enrique Guzmán y toda aquella muchachada que durante esa época hacía historia
musical. Sandro y Raphael eran mis amigos.
Esas
alucinaciones de mozuelo me habían durado hasta mi debut, que fue también, de
despedida, en aquella velada cultural. Anunciaron mi nombre. Subí al escenario
con un incontrolable temblor de canillas. Don Salva ya se encontraba sentado
junto al micrófono, listo, con su guitarra bien afinada. Titubeé antes de
comenzar mi canción en un lapso que creí interminable. Por más señas que me
hacía aquel hombre para que comenzara a cantar, la voz no me salía. Para colmo
de males, se me había olvidado la canción y cuando pude recuperarme, don Salva
estaba dando ya los últimos acordes con su guitarra. Allí había terminado mi
carrera artística, aquella que se disputaría protagonismo con Enrique, César,
Angélica María, la Dúrcal, Sandro y Raphael. Por fortuna, a la tal velada sólo
habían asistido, a lo sumo, unas quince personas.
Desde
entonces me sumí en el mundo íntimo, solitario y contemplativo de la poesía.
Algunas veces mis poemas asoman la cara en algún periódico, revista o libro. La
inmensa mayoría se ha quedado durmiendo el sueño eterno en algún disco duro o
en cuadernos ya roídos por la polilla. Recuerdo aquellos versos que alguna vez
escribí: La vida colocó ante mí/un espejo de mil caminos/no puedo quejarme/yo
hice el mío.
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