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Después de más de
cincuenta años, vienen a mi memoria aquellas estampas y no puedo dejar de
compararlas con los tiempos que se viven actualmente.
Hace más de cincuenta años, en mi
recordada Bananera, donde transcurrió parte de mi niñez, teníamos una manera
muy peculiar de festejar las fiestas navideñas. Habitábamos, por cierto, las
viviendas más populares que había construido la compañía bananera para sus mozos,
llamadas Yardas. Eran construcciones de madera rústica de pino con cuartos
grandes montados sobre pilones de concreto, simulando un segundo nivel. Allí
convivíamos ocho familias, una por cuarto. Daban permiso para que, a nuestra costa,
se construyera otra habitación en la planta baja. A estos cuartos los llamaban
cusules. Al frente había igual número de cocinas individuales.
Mis padres, mi hermano menor y yo
habitábamos uno de esos hogares. A la par vivía una familia cuya hija
adolescente me gustaba mucho; nos habíamos hecho medio novios. Nos levantábamos
a las cinco de la mañana a elaborar nuestro desayuno antes de ir a la escuela.
A través de un hoyito fabricado en la pared nos mirábamos y conversábamos. Era
algo así como un cuento de hadas y príncipes, viviendo en un barrio paupérrimo.
De algo estoy convencido: la felicidad no la da el dinero, se construye con
nuestras actitudes de vida. Como cualquier cuento de hadas, vino un príncipe
malvado y me arrebató a mi princesa. Un luto inmenso albergó mi corazón.
Comencé a escribir poesía, hábito que aun cultivo.
Nos trasladamos a otra vivienda que
ofrecía mejores condiciones. Allí tuve como vecino a un amigo, adolescente como
yo, con quien entablamos una buena amistad. Con este vecino hacíamos apuestas a
ver quién elaboraba el mejor árbol de Navidad. En los días previos nos íbamos
al monte y cortábamos el mejor árbol seco. Le quitábamos todas las hojas hasta
quedar solo con las ramas. Luego lo pintábamos de plateado. Acto seguido,
comprábamos bricho de colores, vejigas y algún juego de lucecitas baratas. No
podíamos darnos más lujos.
Nuestra receta secreta era que
colocábamos sobre sus ramas, las tarjetas navideñas que nuestros amigos nos
enviaban. Las coleccionábamos y hacíamos la apuesta a ver quién juntaba más. A
decir verdad, yo siempre le ganaba la apuesta. Pero hubo un año en que lo
encontré comprándolas en la tienda, él no se percató de mi presencia. Por la
noche lo visité y me di cuenta de que tenía puestas las tarjetas con mensajes
adulterados. No le dije nada. Dejé que me ganara; total, era solo un juego de
niños. Debo confesar que nunca he sido creyente, así que aquellas fiestas
navideñas eran para mí, solo una ocasión para convivir con mis amigos y vecinos.
Nada más.
Hoy, después
de más de cincuenta años, vienen a mi memoria aquellas estampas y no puedo
dejar de compararlas con los tiempos que se viven actualmente, donde la
vorágine del consumismo nos ha calado hasta el tuétano. Por ejemplo, las
preciosas tarjetas navideñas que eran verdaderas obras de arte, ya son cosa del
pasado. Toda la cultura está digitalizada: tarjetas, canciones, abrazos, aplausos,
amores. ¡Snif! ¡Snif!
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