viernes, 5 de enero de 2018

Recuerdos de antaño

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Después de más de cincuenta años, vienen a mi memoria aquellas estampas y no puedo dejar de compararlas con los tiempos que se viven actualmente.

Hace más de cincuenta años, en mi recordada Bananera, donde transcurrió parte de mi niñez, teníamos una manera muy peculiar de festejar las fiestas navideñas. Habitábamos, por cierto, las viviendas más populares que había construido la compañía bananera para sus mozos, llamadas Yardas. Eran construcciones de madera rústica de pino con cuartos grandes montados sobre pilones de concreto, simulando un segundo nivel. Allí convivíamos ocho familias, una por cuarto. Daban permiso para que, a nuestra costa, se construyera otra habitación en la planta baja. A estos cuartos los llamaban cusules. Al frente había igual número de cocinas individuales.

Mis padres, mi hermano menor y yo habitábamos uno de esos hogares. A la par vivía una familia cuya hija adolescente me gustaba mucho; nos habíamos hecho medio novios. Nos levantábamos a las cinco de la mañana a elaborar nuestro desayuno antes de ir a la escuela. A través de un hoyito fabricado en la pared nos mirábamos y conversábamos. Era algo así como un cuento de hadas y príncipes, viviendo en un barrio paupérrimo. De algo estoy convencido: la felicidad no la da el dinero, se construye con nuestras actitudes de vida. Como cualquier cuento de hadas, vino un príncipe malvado y me arrebató a mi princesa. Un luto inmenso albergó mi corazón. Comencé a escribir poesía, hábito que aun cultivo.

Nos trasladamos a otra vivienda que ofrecía mejores condiciones. Allí tuve como vecino a un amigo, adolescente como yo, con quien entablamos una buena amistad. Con este vecino hacíamos apuestas a ver quién elaboraba el mejor árbol de Navidad. En los días previos nos íbamos al monte y cortábamos el mejor árbol seco. Le quitábamos todas las hojas hasta quedar solo con las ramas. Luego lo pintábamos de plateado. Acto seguido, comprábamos bricho de colores, vejigas y algún juego de lucecitas baratas. No podíamos darnos más lujos.

Nuestra receta secreta era que colocábamos sobre sus ramas, las tarjetas navideñas que nuestros amigos nos enviaban. Las coleccionábamos y hacíamos la apuesta a ver quién juntaba más. A decir verdad, yo siempre le ganaba la apuesta. Pero hubo un año en que lo encontré comprándolas en la tienda, él no se percató de mi presencia. Por la noche lo visité y me di cuenta de que tenía puestas las tarjetas con mensajes adulterados. No le dije nada. Dejé que me ganara; total, era solo un juego de niños. Debo confesar que nunca he sido creyente, así que aquellas fiestas navideñas eran para mí, solo una ocasión para convivir con mis amigos y vecinos. Nada más.


Hoy, después de más de cincuenta años, vienen a mi memoria aquellas estampas y no puedo dejar de compararlas con los tiempos que se viven actualmente, donde la vorágine del consumismo nos ha calado hasta el tuétano. Por ejemplo, las preciosas tarjetas navideñas que eran verdaderas obras de arte, ya son cosa del pasado. Toda la cultura está digitalizada: tarjetas, canciones, abrazos, aplausos, amores. ¡Snif! ¡Snif!

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