Era el 2 de enero de
hace muchísimos años. Yo tenía alrededor de 24 años y trabajaba como maestro de
Educación Primaria en una escuela de la ciudad Capital. Ese día me
presenté a mis labores con el entusiasmo de un imberbe docente. El director del
establecimiento me dijo que impartiría primer año. Sentí que la tierra se
hundía bajo mis pies. Me había iniciado hacía dos años apenas y no había
impartido ese grado.
La verdad, no me sentía preparado para
impartir primer año, dado que en el instituto no me habían preparado lo
suficiente en didáctica y no tenía la menor idea de cómo enseñar a leer y
escribir. Comenzamos a inscribir a los niños. Yo cruzaba los dedos porque no se
inscribieran muchos. Ese año se llenaron tres aulas con niños de primer grado.
A mí me asignaron 90 niños. Sinceramente me temblaban las piernas.
La campana sonó y comenzaron a ingresar
los niños acompañados de sus madres. Algunos llegaron alegres. Otros iban
llorando y no querían desprenderse de la mano de sus mamás. Me imagino que
miraban en mí a un ogro extraño; hoy día me sucede lo mismo cuando tengo a un
nuevo grupo de estudiantes en las universidades. El día anterior había comprado
tres bolsas de dulces. Así que les dije, una vez sentados en sus respectivos
pupitres: quién quiere dulces; todos respondieron a coro, yo, menos un niño
pequeñito que aún se encontraba llorando. Me acerqué a él, desnudé un caramelo
y se lo di. El niño comenzó a saborearlo, hasta que poco a poco se fue
calmando. Cuántos años tienes, le pregunté. Extendió su manita y me indicó que
cinco. Algunos tenían seis, otros siete. Comencé mi rutina preguntándoles:
quién quiere aprender a escribir mamá. Yo, dijeron todos, menos el niño de
cinco años. Tú no quieres aprender a escribir mamá, le pregunté, acariciándole
su cabecita. No, yo quiero otro dulce, me respondió, y le di otro caramelo.
Ese día el mundo se me hizo chico y
cuando me di cuenta, sonó la campana para el primer recreo. Esa media hora para
mí fue la oportunidad para organizar mi estrategia de enseñanza. Se me ocurrió
escribir una a en un extremo del pizarrón, en el otro extremo escribí otra a.
Las dos m las distribuí al centro.
Luego del primer recreo, les dije:
vamos a jugar un momento dentro de la clase. Les expliqué que en el pizarrón
estaban las letras para escribir mamá pero que había que unirlas. Quién sabe
cómo se unen, les pregunté. Y como siempre hay unos niños más aventajados que
otros, varios estuvieron dispuestos a colaborar mientras el resto observaba con
atención.
Hace pocos días me
encontré en el supermercado al ingeniero Antonio Rodríguez, quien, al verme se
me acercó y me dijo: profesor Interiano, usted fue mi maestro en primer grado;
yo tenía cinco años y recuerdo que usted
me dio dulces para que ya no llorara en mi primer día de clases. Lo recuerdo
desde entonces. Usted guio mi mano en mis primeras letras, me dijo, luego, un
fortísimo abrazo. Me sentí el maestro más afortunado del mundo. Mi premio había
llegado.
Carlos
Interianohttps://dca.gob.gt/noticias-guatemala-diario-centro-america/wp-content/uploads/2019/01/CARLOS-INTERIANO.png
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