Esta gama de olores conforma, en su conjunto, el bagaje cultural que es
capaz de identificarnos en nuestra individualidad.
Cuando era niño, mi madre tenía
un cofre donde guardaba algunas cosas que me imagino eran muy importantes para
ella. A mí me gustaba acercarme cuando ella abría el mueble para sacar alguna
cosa. La razón de mi interés era absorber el olor a naftalina que emanaba de
sus profundidades. Allí me quedaba parado por algunos minutos hasta que, por
fin, cerraba la tapa.
Hace algunos días llegó a mi olfato
aquel olor inconfundible. Y pensé en mi madre y en aquel cofre misterioso que
guardaba no sé qué tesoros familiares. Me asombré muchísimo que yo, a mis ya
largos años, conservara aquella imagen con la nitidez con que mi cerebro la
guardó en mis tiempos de infancia. Nunca supe de dónde emanaba aquel aroma que
me conectó poderosamente con mi pasado.
En la vida vamos acumulando una
gama de olores que representan nuestro entorno cultural, tanto como nuestras
prácticas familiares. La cocina de nuestra madre, siempre inconfundible, el
olor de los dormitorios, el patio donde jugábamos, los aromas de los caminos
que recorríamos, los salones de la escuela, las diferentes áreas de los mercados
donde solíamos comprar los alimentos, las salas de hospital, el perfume de la
primera chica que impactó nuestros anhelos, las emanaciones fétidas de algunos
lugares que transitamos, y tantas otras experiencias de olores que fuimos
guardando en los más profundo de nuestra memoria.
Esta gama de olores conforma, en
su conjunto, el bagaje cultural que es capaz de identificarnos en nuestra
individualidad y también en nuestro entorno social. De alguna manera nos nombra,
ya que constituye la memoria odorífica de nuestro yo, y que llevamos a veces
como un sello de agua, aún de manera inconsciente. Nadie sabe cómo huele a sí
mismo, salvo casos especiales, pero los demás sí saben cómo olemos. A lo largo
de nuestra vida hemos convivido con seres humanos cuya huella aromática es
inconfundible, ya sea que emane olores agradables o desagradables.
¿Recuerda usted cómo huele su
restaurante preferido, o el lugar de recreo que siempre ha frecuentado, o la
iglesia que visita, o su lugar de trabajo? Quizá en el momento de estar leyendo
esta columna usted haya comenzado a recordar, y recrear, aquellos olores gratos
de su niñez o su juventud. Por ejemplo, el olor de aquel primer amor, o de su
primera, maestra o maestro, o de algún
compañero, o de su primer perro, gato, caballo, etc. La huella de estos olores
es indeleble y nos habla de cuán felices o infelices hemos sido.
Oler bien o mal no es la
cuestión, sino cómo transmitimos a los demás esa imagen que, desde la
concepción semiótica, constituye el signo, y más precisamente el icono de
nuestra propia identidad. Esa imagen crea en el cerebro de los demás, un
concepto de nuestra propia personalidad. Por medio de nuestro olor personal
transmitimos a los demás una gama de experiencias que conforman el sello de
nuestra propia personalidad.
Diario de Centro América 18 de enero 2019
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