viernes, 18 de enero de 2019

Los olores que nos nombran


Esta gama de olores conforma, en su conjunto, el bagaje cultural que es capaz de identificarnos en nuestra individualidad.

Cuando era niño, mi madre tenía un cofre donde guardaba algunas cosas que me imagino eran muy importantes para ella. A mí me gustaba acercarme cuando ella abría el mueble para sacar alguna cosa. La razón de mi interés era absorber el olor a naftalina que emanaba de sus profundidades. Allí me quedaba parado por algunos minutos hasta que, por fin, cerraba la tapa.

Hace algunos días llegó a mi olfato aquel olor inconfundible. Y pensé en mi madre y en aquel cofre misterioso que guardaba no sé qué tesoros familiares. Me asombré muchísimo que yo, a mis ya largos años, conservara aquella imagen con la nitidez con que mi cerebro la guardó en mis tiempos de infancia. Nunca supe de dónde emanaba aquel aroma que me conectó poderosamente con mi pasado.

En la vida vamos acumulando una gama de olores que representan nuestro entorno cultural, tanto como nuestras prácticas familiares. La cocina de nuestra madre, siempre inconfundible, el olor de los dormitorios, el patio donde jugábamos, los aromas de los caminos que recorríamos, los salones de la escuela, las diferentes áreas de los mercados donde solíamos comprar los alimentos, las salas de hospital, el perfume de la primera chica que impactó nuestros anhelos, las emanaciones fétidas de algunos lugares que transitamos, y tantas otras experiencias de olores que fuimos guardando en los más profundo de nuestra memoria.

Esta gama de olores conforma, en su conjunto, el bagaje cultural que es capaz de identificarnos en nuestra individualidad y también en nuestro entorno social. De alguna manera nos nombra, ya que constituye la memoria odorífica de nuestro yo, y que llevamos a veces como un sello de agua, aún de manera inconsciente. Nadie sabe cómo huele a sí mismo, salvo casos especiales, pero los demás sí saben cómo olemos. A lo largo de nuestra vida hemos convivido con seres humanos cuya huella aromática es inconfundible, ya sea que emane olores agradables o desagradables.

¿Recuerda usted cómo huele su restaurante preferido, o el lugar de recreo que siempre ha frecuentado, o la iglesia que visita, o su lugar de trabajo? Quizá en el momento de estar leyendo esta columna usted haya comenzado a recordar, y recrear, aquellos olores gratos de su niñez o su juventud. Por ejemplo, el olor de aquel primer amor, o de su primera,  maestra o maestro, o de algún compañero, o de su primer perro, gato, caballo, etc. La huella de estos olores es indeleble y nos habla de cuán felices o infelices hemos sido.

Oler bien o mal no es la cuestión, sino cómo transmitimos a los demás esa imagen que, desde la concepción semiótica, constituye el signo, y más precisamente el icono de nuestra propia identidad. Esa imagen crea en el cerebro de los demás, un concepto de nuestra propia personalidad. Por medio de nuestro olor personal transmitimos a los demás una gama de experiencias que conforman el sello de nuestra propia personalidad.

Diario de Centro América 18 de enero 2019

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