viernes, 8 de diciembre de 2017

El primer quiebre

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El gran Pitágoras dijo hace más de 2,500 años: “Educad al niño y no será necesario castigar al hombre”.

La vida me ha llevado por diferentes caminos. He aprendido a recorrerlos como una oportunidad de aprendizaje. Cuando tenía 11 años, por iniciativa propia, fui a una sastrería con el propósito de aprender a confeccionar pantalones. A los tres meses hice mi primera prenda, no sin antes, por supuesto, echar a perder un corte de gabardina. Me sentí muy orgulloso de vestir el producto de mis manos.
Durante ese tiempo incorporé en mi cerebro una lección que jamás olvidaría. Mi maestro sastre me enseñó a planchar un pantalón recién confeccionado. Debés tener mucho cuidado porque el primer quiebre es decisivo, me dijo. Y agregó: si hacés torcido el primer quiebre habrás echado a perder la prenda, porque sobre esta línea lo seguirás planchando hasta que se termine.
Muchos años más tarde comprendí que aquella lección podría adaptarse a nuestra misma existencia. En efecto, los primeros quiebres de nuestra vida son aquellos años de programación durante los cuales marcamos el rumbo de lo que seremos en el futuro. Cuando enfrentamos algún signo de nuestra personalidad que no encaja con la voluntad, debemos hurgar en nuestro pasado y detectar qué hicimos mal, pues al fin del día, no somos más que la suma de nuestros actos pretéritos.
A veces nos quejamos de que nuestros hijos u otros seres queridos no encuentran el camino correcto, pero no hacemos cuentas que son el resultado de aquellos primeros quiebres que serían el sello indeleble de su personalidad. Son el resultado de nuestro descuido, y en el caso positivo, el efecto de nuestros cuidados.
Cotidianamente observamos el caso de progenitores que lloran por la conducta delictiva de sus hijos, y se declaran impotentes para corregir aquellos errores que, siendo adolescentes o adultos jóvenes, cometen sus retoños. Y, aunque nadie nos enseña a ser padres, un buen consejo es hacer en el niño el primer quiebre indeleble en su personalidad. Esta primera huella está conformada por valores, principios y conductas apropiadas, amasados con una pócima de cariño y buen ejemplo. No basta, por supuesto, con dar órdenes a nuestros hijos sobre la manera de cómo deben comportarse, si nosotros hacemos lo contrario. El ejemplo es vital para el aprendizaje.
Ortega y Gasset decía: “El hombre es él y sus circunstancias”; en cierta forma, así es. Sin embargo, si estamos dotados de aquella huella indeleble que nos marcaron nuestros padres, por muy adversas que sean las condiciones, siempre encontraremos el norte que nos guíe en nuestro correcto actuar.
El gran Pitágoras dijo hace más de 2 mil 500 años: “Educad al niño y no será necesario castigar al hombre”. Esta sentencia encierra toda la sabiduría del mundo. Y por muy doloroso que parezca, los primeros años son el cimiento de lo que serán en el futuro. Si oro inculcamos como virtud, oro presentarán de adultos. Si les incubamos cobre, este saldrá a relucir tarde o temprano. Es así de simple.

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