Algunos no
quieren alcanzar la ancianidad, temerosos de no poder soportar la resaca de sus
errores.
Cuando regresé a casa, de un cansado pero nutritivo viaje, eran las seis treinta de la tarde. Mi nieta se acercó presurosa a mí, y rodeando mi cuerpo con sus brazos, tendió alrededor de mi alma esa dulce enredadera del amor. Te quiero mucho, me repitió varias veces.
Mientras permanecíamos abrazados, como si hubiera pasado un largo tiempo sin vernos, no pude dejar de pensar en aquel pobre hombre a quien un ser querido no quiso darle un abrazo, bajo el pretexto de que nunca abrazaba a nadie. Sin embargo, varias veces lo había visto enredar con sus brazos a varios amigos suyos, jóvenes, igual que él. Con un dolor inexplicable ante tal negativa, este ser humano, entrado en años, se preguntaba cuál sería la causa. ¿Sería, acaso, que su cuerpo emanaba algún olor desagradable? ¿Sería la edad?
Estas y otras hipótesis no lograron mitigar el rozón a su autoestima, de por sí lastimada por algunos acontecimientos que le habían sucedido durante algunos días previos. Y elaboró para sí esta reflexión: la ancianidad es el punto sin retorno, donde un quiebre de uña te vuelve vulnerable, cansadamente caótico, sin la fuerza suficiente para revertir el efecto de tus actos.
Con razón, algunos no quieren alcanzar la ancianidad, temerosos de no poder soportar la resaca de sus errores, la mirada desentendida de sus familiares y amigos, el fruto de aquellos amores que en realidad nunca lo fueron. La ancianidad es el puerto final donde la vida nos cobra la factura de nuestra actitud de cactus condenadamente solitarios, anteponiendo nuestras espinas, ahí donde alguna mano amiga se atrevió a concedernos alguna caricia.
Por ello, cuando se es viejo, un fuerte abrazo es el bálsamo que conforta tu ser y te inyecta ganas para continuar ese tramo final de tu existencia. Y más, si el abrazo proviene de un ser querido, fortalece tu valía como ser humano y le sumas bonos extras a tu dignidad.
Pero los abrazos también se ganan. Constituyen algo así como los premios afectivos a los cuales nos hacemos acreedores en la medida en que damos afecto, amor, compromiso, interés por los demás. Nadie abraza, genuinamente, así por así. De esa cuenta, obtener un abrazo de alguien querido es ni más ni menos que conquistar la gloria, la cima de nuestra felicidad.
Quizá aquel hombre no había hecho lo suficiente para ganarse el abrazo de su ser querido. O tal vez, en un acto egoísta, reclamaba un premio afectivo, y obtuvo, por el contrario, una contundente lección de vida. La humildad se basa en el acto de dar, sin pretender recibir nada a cambio, ni siquiera un fuerte abrazo. Aunque, claro, quien recibe también debe ser humilde para retroalimentar ese acto de amor. Dan, darán, dicen las campanas.
Me siento afortunado por tener aún algunos brazos que se enredan en mi cuerpo y me hacen sentir que, a pesar de mis espinas de cacto, son capaces de ver en mí algunos frutos que les alientan la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario