Saludos a todos mis
compañeros de promoción Centenario con quienes nos conocimos hace 50 años.
En el ábaco del tiempo, medio siglo es un camino muy largo. 1968 es el parteaguas que le dio a mi vida un antes y un después. Recuerdo aquel día radiante del mes de enero cuando iniciaba mis estudios de secundaria en nuestro recordado Instituto Normal para Varones de Oriente –INVO–. Me habían asignado a la sección “C”, junto a decenas de jóvenes que compartirían conmigo los mejores seis años de mi vida.
Hoy hace 50 años conocí a una pléyade de seres humanos, con el rostro iluminado por la aventura de ser mejores. Los más tímidos, como yo, albergábamos un temor imaginario por un devenir que se nos presentaba incierto, no obstante que estaban conmigo recordados compañeros de la primaria, como Oscar Mateo, Carlos Chang y Elder Samayoa. El resto de condiscípulos sería una aventura por descubrir en la gran piedra filosofal de la amistad.
Ese año, sin lugar a dudas, constituiría el pilar donde se forjaría mi personalidad de adulto, compartiendo banca con estudiantes que serían los amigos entrañables, a quienes, ni el tiempo ni la distancia, han podido borrar. Nombres como Ricardo (Tito) y Marcio Ibarra, Ernesto Sagastume, Ovando Morales, Oscar Mateo, Mario Vásquez, Abel Deras, Oswaldo Suchini, contribuyeron a mi crecimiento emocional e intelectual, por lo cual ocupan un lugar especial en mi memoria y en mi corazón. En esa sección yo era, por cierto, el mayor, con 16 años de edad y Tito Ibarra, el más pequeñito, con tan solo 10 años.
Los tres afluentes que conformamos las secciones de primer grado de aquel año constituirían la brigada estudiantil bautizada en la postrimería de nuestra carrera como promoción Centenario, dado que en 1973 nuestro instituto cumpliría sus primeros 100 años de existencia y una fructífera proyección educativa en el oriente del país y allende nuestras fronteras. En 1971 se sumarían otros compañeros, quienes nos acompañaban en la carrera magisterial.
Aquellos años, pletóricos de dicha, allanarían el camino de una vida profesional en la que, sinceramente, los amigos que fui forjando con el tiempo, se cuentan con los dedos de la mano, con el serio temor de que me sobren dedos. Me convertí en algo así como un lobo solitario, un alma navegando contra marea, sin puertos ni horizontes, pero el recuerdo de aquellos amigos y compañeros me ha dado la fortaleza suficiente para enfrentar los afanes cotidianos.
Los años han transcurrido, y no en balde. Estos cincuenta años nos han pasado factura. Algunos compañeros han emprendido el camino hacia la eternidad; y si las leyes de la física cuántica son inalterables, seguramente estarán acompañando a alguna estrella lejana, o, más cerca de lo que pensamos, en quantums adheridos a nuestra arrugada piel, y vivirán en nosotros, por el tiempo que se nos preste la vida. Amo el recuerdo porque en él los seres que añoramos permanecen químicamente puros, inalterables. Saludos a todos mis compañeros de promoción Centenario con quienes nos conocimos hace 50 años.
Así es, amigo Carlos. 1968, indudablemente, fue una marca de partida hacia cualquier meta para un centenar de patojos escueleros que todavía no caía en cuenta de su propia transformación. En mi caso particular, con 11 años, puedo decir que no asumí de inmediato aquel cambio o, al menos, hice todo lo posible para que éste se dilatara y no fuera tan violento. De esa cuenta, la «C» me ofreció –hoy lo celebro- conocer a un grupo de amigos como no hubo otro igual y, con él, un margen coyuntural para seguir siendo ―si así lo quería―el patojo escuelero por unos meses más y luego ―si de nueva cuenta, así lo volvía a querer― integrarme de lleno a mi nueva vida estudiantil.
ResponderEliminar¡Toma!, fue el rigor académico que me avisaría con un tronar de dedos que tenia nueva casa y se llamaba INVO; pero, para entonces, ya contaba con un ramillete de amigos y eso era lo mejor. Tito Ibarra, J. Barreda, D. Canales, Napo, Abel, por mencionar pocos. Otros compañeros y amigos, como usted dice, llegarían después: Vitelio, Chico Barillas, Henry Cordón, pero igual, están todos impresos en nuestra memoria y nuestro corazón.
Aquél fue un gran grupo, y usted, lejos de creerlo inasequible por su madurez y el respeto que nos infundía, se convertiría, desde los primeros días, en nuestro referente y amigo. Fueron muchas las horas que compartimos en aquellos salones que, por más que nos intimidaran al principio, nunca fueron inhóspitos ni indiferentes a nuestra presencia alegre y juvenil. 1968, amigo, ¡para llevarlo en la memoria!