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No importa la edad cronológica que tengan esas personas. Pueden ser imberbes de 15 o barbudos de 80. El rango es muy amplio.
En uno de esos tantos casos de gazapos periodísticos, una reportera indicaba, en un telenoticiero lo siguiente: “anciano de 51 años es encontrado muerto en un motel”. La noticia fue motivo de chiste para varios amigos que acaban de alcanzar esa edad. Claro que medio siglo es una cosa seria, y quizá eso haya sido el parámetro que usó la reportera para tal calificativo.
¿Cuándo se es viejo?, es una pregunta cuyas respuestas son múltiples, dependiendo de muchas circunstancias. Hay personas que a los 20 se consideran viejos; otras en cambio, a los 80 años se consideran jóvenes y vitales. Una vez un amigo me dijo que la vejez es una categoría mental, cuyo origen es la suma de todas nuestras experiencias de vida.
La vejez es, en cierta forma, el agotamiento de todas nuestras posibilidades: en lo económico, ya no somos sujetos de crédito, en lo fisiológico, se concentran todas las dolencias del mundo.
Nuestra piel es el mapa donde han quedado grabadas las mil batallas por la vida, y en cada una de ellas, las huellas son visibles, por más maquillajes y cirugías plásticas que se usen.
En lo mental, aquellas pequeñas omisiones se van convirtiendo en inmensas lagunas, hasta transformarse en insondables mares de olvido. En lo emocional, una batalla final nos convierte en terrenos plagados de cadáveres sin haber ganado la guerra. Ser viejo, en suma, es claudicar ante los retos que nos plantea la vida; abjurar de aquellos ideales que construimos cuando éramos jóvenes. Ser viejo es quizá, dejar de lado el arado y ponerse, en un día gris, a contemplar nuestro pasado, sin atrevernos a dar un paso hacia adelante.
Ahora bien, ¿cuántas personas existen en este mundo que a los 20 o 30 años están haciendo ya su pasantía de vejez? Las veo algunas veces en las aulas que frecuento, en cuyo rictus se refleja el desánimo, el desinterés por las cosas importantes de la vida, en la alegría de descubrir cosas nuevas, en la anomia intelectual, en su renuencia a caminar por las fronteras de la ciencia, en su marcada apatía por ser mejores cada día.
Pero veo, para fortuna mía, a otros jóvenes rebeldes, desafiantes, pujantes, vitales, que caminan por un sendero de esperanza, seguros de encontrar la piedra filosofal que habrá de convertir en oro todo lo que tocan. Esos jóvenes son los que construyen futuro, tejen ciudadanía, alimentan el tejido social, levantan expectativas de un mejor país, desafían a la ciencia, la tecnología, las ideas. No importa la edad cronológica que tengan esas personas. Pueden ser imberbes de 15 o barbudos de 80. El rango es muy amplio.
Sobre los hombros de esos jóvenes descansa la prosperidad, la felicidad, el desarrollo, la fertilidad humana, la maravilla de estar vivos. Esos jóvenes desafían la decrepitud, no por los años que han vivido, sino por la actitud positiva con la que han sobrevolado los más aciagos momentos de su vida. La pasantía de vejez, amigos míos, es un trance que me resisto a recorrer, por más arrugas que se muestren en mi rostro.
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