viernes, 12 de julio de 2019

La Tuca


Foto: Carlos Interiano

Un diminuto chorrito lagrimeaba como resintiendo la soledad de su dueña.

La conocí en la década de los noventa. Era vital y no se estaba quieta en el reducido espacio que quedaba en la caseta donde despachaba diversos productos alimenticios a los hambrientos comensales que devoraban con ahínco las tostadas con guacamol, con frijoles o con salsa, los chuchitos, las tortillas con carne, el arroz en leche, el café y tanta variedad de antojitos que le solicitaban. Su negocio estaba ubicado a un costado del edificio S5 del campus central de la Universidad de San Carlos.

Su menudo cuerpo contrastaba con su voz potente y grave y sus vivaces ojos oscuros. La estruendosa algarabía que armaba la marabunta cuando pedía sus alimentos aminoraba un poco aquella vigorosa voz. Una tarde, mi querido amigo, ya fallecido, Servio Tulio Suárez me invitó a comer tostadas y a tomarnos un vaso de arroz con leche. A pocos metros del negocio le gritó delante de todos: ¡Tuca, qué buena está tu hija! ¡Sho, hijo de la gran p...! Le respondió la mujer y alzó una sartén, como queriendo agredirlo; y, esbozando una amplia sonrisa, le preguntó: ¿qué va a querer joven?

Nunca hubiera imaginado que la Tuca y mi amigo Guayo se trataran con tanta confianza y muestra de cariño, muy a su estilo. Con un gesto de consuelo, se volvió hacia mí y me dijo: no se preocupe Lic., así nos tratamos con esta mujer a la que quiero mucho. Adentro, una joven muchacha contoneaba sus caderas, a sabiendas que el motivo de tan jocoso saludo era precisamente ella. Visité esa caseta de comida unas cuatro veces en todo el tiempo que trabajé en la Escuela de Ciencias de la Comunicación.

Cuando regresé a laborar a la Usac, en el 2016, muchísimos años después de aquella anécdota, encontré la caseta clausurada. La Tuca atendía a los pocos comensales en la parte de afuera. Se le miraba cansada, ajada por los años. Indagué los motivos y me dijeron que se la habían cerrado por falta de pago de la renta.

El año pasado demolieron la liviana construcción y solo quedó una pileta de cemento donde lavaban los trastes y un diminuto chorrito que lagrimeaba como resintiendo la soledad de su dueña. La Tuca atendía a los escasos clientes que, acaso por compasión, le compraban un trozo de pollo asado en su pequeña parrilla alimentada con carbón y  a la intemperie. Nunca vi más que uno o dos tipos de alimentos en los platos de sus comensales. A lo sumo, tres.

La semana pasada pasé por allí y la Tuca y sus escasas pertenencias habían desaparecido. Alguien me informó que padecía de diabetes severa y una herida en el pie, mal cuidada, la había obligado a internarse en el hospital. Le habían amputado una pierna. 

De aquel ecosistema social lleno de vitalidad y entusiasmo que fue en tiempo pasado, solo queda el frio cemento del lugar donde una vez existió. Hasta el pequeño chorro parece haber muerto de silencio. 

A la Tuca no la volveremos a ver, pues, a ciencia cierta, no sé si aún vive. Se fue de la Usac por el callejón de los recuerdos y de las sombras, sin despedirse de nadie. Quizá alguien más la extrañe.


Carlos Interianohttps
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1 comentario:

  1. Qué triste. No sabía por qué ya no venía la señora. Ojalá alguien, algún ´día, si está viva, le cuente que usted escribió un poquito de su historia.

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