Foto: Carlos Interiano
Un diminuto chorrito lagrimeaba como resintiendo la soledad de su dueña.
La conocí en la década de los
noventa. Era vital y no se estaba quieta en el reducido espacio que quedaba en
la caseta donde despachaba diversos productos alimenticios a los hambrientos
comensales que devoraban con ahínco las tostadas con guacamol, con frijoles o con
salsa, los chuchitos, las tortillas con carne, el arroz en leche, el café y
tanta variedad de antojitos que le solicitaban. Su negocio estaba ubicado a un
costado del edificio S5 del campus central de la Universidad de San Carlos.
Su menudo cuerpo contrastaba con
su voz potente y grave y sus vivaces ojos oscuros. La estruendosa algarabía que
armaba la marabunta cuando pedía sus alimentos aminoraba un poco aquella
vigorosa voz. Una tarde, mi querido amigo, ya fallecido, Servio Tulio Suárez me
invitó a comer tostadas y a tomarnos un vaso de arroz con leche. A pocos metros
del negocio le gritó delante de todos: ¡Tuca, qué buena está tu hija! ¡Sho,
hijo de la gran p...! Le respondió la mujer y alzó una sartén, como queriendo
agredirlo; y, esbozando una amplia sonrisa, le preguntó: ¿qué va a querer
joven?
Nunca hubiera imaginado que la
Tuca y mi amigo Guayo se trataran con tanta confianza y muestra de cariño, muy
a su estilo. Con un gesto de consuelo, se volvió hacia mí y me dijo: no se
preocupe Lic., así nos tratamos con esta mujer a la que quiero mucho. Adentro,
una joven muchacha contoneaba sus caderas, a sabiendas que el motivo de tan
jocoso saludo era precisamente ella. Visité esa caseta de comida unas cuatro
veces en todo el tiempo que trabajé en la Escuela de Ciencias de la
Comunicación.
Cuando regresé a laborar a la
Usac, en el 2016, muchísimos años después de aquella anécdota, encontré la
caseta clausurada. La Tuca atendía a los pocos comensales en la parte de
afuera. Se le miraba cansada, ajada por los años. Indagué los motivos y me dijeron que se la habían cerrado por falta de
pago de la renta.
El año pasado demolieron la
liviana construcción y solo quedó una pileta de cemento donde lavaban los
trastes y un diminuto chorrito que lagrimeaba como resintiendo la soledad de su
dueña. La Tuca atendía a los escasos clientes que, acaso por compasión, le
compraban un trozo de pollo asado en su pequeña parrilla alimentada con carbón
y a la intemperie. Nunca vi más que uno
o dos tipos de alimentos en los platos de sus comensales. A lo sumo, tres.
La semana pasada pasé por allí y
la Tuca y sus escasas pertenencias habían desaparecido. Alguien me informó que
padecía de diabetes severa y una herida en el pie, mal cuidada, la había
obligado a internarse en el hospital. Le habían amputado una pierna.
De aquel
ecosistema social lleno de vitalidad y entusiasmo que fue en tiempo pasado,
solo queda el frio cemento del lugar donde una vez existió. Hasta el pequeño
chorro parece haber muerto de silencio.
A la Tuca no la volveremos a ver, pues,
a ciencia cierta, no sé si aún vive. Se fue de la Usac por el callejón de los
recuerdos y de las sombras, sin despedirse de nadie. Quizá alguien más la
extrañe.
Carlos Interianohttps
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