Publicado en el Diario de Centro América el 29 de abril de 2016
Si bien es cierto que
la ciudadanía tiende a olvidar que cualquier gobierno meta las patas, no
perdona que meta las manos.
Muy temprano, aquella fría mañana del 29 de diciembre de
1996, doña Rosa Leal arreglaría la corbata de su marido, quien ese día tendría
agenda llena por ser uno de los principales personajes que plasmarían su firma
en el documento que pondría fin al largo conflicto armado guatemalteco.
Acercando sus labios a su mejilla le daría un beso de despedida y susurraría al
oído: “Este día entrarás por la puerta ancha en la Historia”.
Al atardecer de aquel histórico día, el general luciría su
impecable traje de alta jerarquía militar y sería parte del equipo de Gobierno
que estamparía su firma. Al terminar la ceremonia, un funcionario de alto rango
del cuerpo diplomático acreditado en el país se le acercaría y con un apretón
de manos le diría: “el general de la Paz”. Pérez respondería con una sonrisa el
efusivo saludo. Los periodistas se encargarían de divulgar este calificativo.
Aquel 20 de diciembre de 2001 desbarataría los destinos del
general, quien pudo haberse retirado con un considerable reconocimiento
público, con una modesta jubilación y realizando un trabajo aquí, un trabajo
allá, para completar su presupuesto familiar. Pero él tenía otra hoja de ruta
diferente a la de cualquier mortal que solo piensa en heredarle a sus hijos un
apellido limpio y prestigioso. La huella genética que deja un mal nombre
perdura por varias generaciones. Ese día se convertiría en el secretario
general del Partido Patriota, plataforma que tras dos intentos lo llevó a la
silla presidencial.
Desde su fundación, algunos miembros del PP fueron señalados
de actos de corrupción, entre ellos, presiones para obtener obra gris, tráfico
de influencias, atosigamiento político de sus adversarios y una cola de
actividades no lícitas. No obstante este proceso de desgaste el partido logró
ganar las elecciones del 2011.
El periodo de gobierno inició con más sobresaltos que logros.
Y si bien es cierto que la ciudadanía tiende a olvidar que cualquier gobierno
meta las patas, no perdona que meta las manos. Esta es una osadía que tarde o
temprano pasará factura. Le sucedió a muchos partidos políticos y gobernantes.
Las mieles del poder se mezclaron con tazones de hiel que provocaron la salida
de varios funcionarios desde el inicio del periodo. Finalmente la plataforma de
gobierno se desmoronó y muchos funcionarios pusieron los pies en polvareda. El
general dimitió a su cargo y el sistema de justicia ha hecho lo demás.
De las mieles del poder a una fría celda, sin amigos, sin
compañeros políticos, quizá el general Otto Pérez Molina añoraría ser solo un
ciudadano común, cuyo sueldo de jubilación apenas alcanza para subsistir pero
sin el sobresalto constante de cómo finalizará esta historia que, aunque las
pruebas a su favor fuesen contundentes, en el imaginario colectivo la imagen
quedará visiblemente deteriorada. Quizá un cinco por ciento de respaldo podría
tener, y eso porque entre cero y cinco no hay diferencia significativa. No es
lo mismo “el general de la paz” que “la paz del general”.